domingo, 16 de agosto de 2015

Tus dos mejores amigas



A veces, cuando la tristeza llama a tu puerta, te pilla en pijama, con la casa desordenada y con una taza de café caliente sobre la mesa de la cocina. Tú la invitas a que pase un tiempo contigo; te has cansado de imaginar una vida para dos y la soledad ya no te basta. Nunca has sido buena compañera de sonrisas y fiestas, siempre has estado ausente mientras el mundo baila a tu alrededor.
Así que la tristeza se convierte en la razón por la que te levantas cada mañana, la que te preparada la comida y recoge tus lágrimas. La soledad tampoco se marcha, es tu otra mejor amiga. Pronto te enseñan el idioma del silencio y a cómo colocarte la máscara sin que nadie se de cuenta. También aprendes a caminar con los ojos cerrados, a girar la cabeza para no ver tu mundo despedazarse mientras tú, inútilmente, intentas cerrar uno de los infinitos agujeros que tiene. Es como intentar atrapar una gota de agua específica en el océano.
Te miras todas las cicatrices y vacíos de tu cuerpo intentando recordar qué había antes ahí pero sólo te queda la nada, la indiferencia ante una amnesia que cada día crece en tu pecho. Poco a poco, terminas olvidando qué ruido tienes que hacer para reír o qué se sentía al notar el corazón arder de alegría. La escarcha te invade como un tumor todo el cuerpo. Nada es negro, todo es blanco: la ausencia, la soledad, las lágrimas, el frío en tu interior… Dejas de ser alguien para ser una sombra, una piel muerta y seca de sueños.
Entonces es cuando te das cuenta de que mantienes una relación amorosa, y tóxica, con la tristeza. Pero no puedes echarla de tu vida fácilmente, lleva demasiados años viviendo a tu lado y crees que no sabrás cómo convivir con la soledad. Así que dejas pasar un día y otro, y otro… Hasta que por fin, la tristeza se instala en tu pecho.
Te conviertes tú en tu propia tristeza y vas dejando un poco de oscuridad en todas las luces que encuentras en tu vida. Algunas intentan salvarte, arrancarte sonrisas, pero sólo te recuerdan lo que eras antes de resquebrajarte por completo. Otras luces se dedican a pulular a tu lado, indicándote el camino correcto. Todas se van, a nadie le pareces una digna razón para luchar contra tus monstruos.
Pero no puedes permitirte salpicar de negro a los demás, así que huyes y dejas al resto con su felicidad. Al fin y al cabo, tú ya no puedes salvarte; vienes defectuosa de fábrica. Sólo puedes sobrevivir con tus engranajes rotos a la espera de que algún día cercano se te acabe el combustible.

Durante el resto de tus días, abrirás los ojos recordando los seis mandamientos que te enseñaron tus fieles compañeras tristeza y soledad:
1. Si quieres a alguien, lo dejarás libre.
2. No atarás a personas con tu tristeza crónica ni con tus lágrimas, no le contarás tus miedos ni la soledad que te succiona por dentro.
3. No borrarás felicidad a los demás para contar tus problemas.
4. No podrás salvarte.
5. Vivirás todos los días cosiendo tus heridas y esperando a hacerte algunas nuevas.
6. Siempre serás insignificante.


Hasta el día en que suspires tu último aliento, seguirás intentando agarrar ese salvavidas que flota en el mar del subconsciente. Será como un oasis en el desierto, un espejismo de esperanzas que te comerán el cerebro haciéndote perder el control una y otra vez. Pero pese a todo, seguirás de pie aguantando cada golpe esperando a que ese sea el último, te levantarás cada mañana y harás dos tazas de café en vez de una. Vivirás a la espera de algo que sabes que nunca va a sucederte. Porque recuerda, querida amiga, que siempre serás una mancha sucia en un mundo de color. Y a nadie le gusta la suciedad.

Atentamente,

Tu tristeza.


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