lunes, 22 de abril de 2013
Casas de muñecas
La joven cruzó la habitación y cerró la puerta. Después se quitó las botas empapadas y se tumbó en la cama produciendo un enorme suspiro. Miró el techo, teñido de blanco pero salpicado de pintura de diversos colores para por último, acariciar a su pequeño gato.
— Sabes, la humanidad no existe, Bigotitos. Me la comí para que no me comiesen a mí ellos.
El felino la observa a través de sus profundos ojos de color ámbar. Abre la boca para contestar pero se detiene para reflexionar mejor la respuesta.
— Devora a aquellos que tienen por objetivo segarte el corazón en dos— contestó al fin.
La muchacha asiente, juega con un mechón de su pelo castaño y permite que sus párpados ganen la batalla. Toma aire para preguntar:
— ¿Y cómo sé quién es en verdad el monstruo? Los lobos siempre se disfrazan de corderos.
— Es imposible saber quién va a herirte pero puedes evitar un daño mayor si te ocultas en tu máscara de diversión —le responde mientras se alisa el pelo de su pata derecha.
Y es por fin cuando llora la niña, consciente de hasta dónde puede llegar ese juego. Con los ojos llenos de lágrimas, con el corazón lleno de cenizas y la garganta seca, logra apenas alzar la voz para susurrar lo último que dirá ese día:
— A las chicas buenas, nos toman por tontas. Pero mis pupilas sabían, saben y sabrán la verdad que se esconde tras las falsas sonrisas.
Tras anunciar lo que ella cree que será un profecía, cierra por fin su alma y tira la llave.
Nunca nadie podrá volver a jugar en su casa de muñecas.
Anklebiter.
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